Claudio (1 de 3)
Todo empezó cuando hace unos meses
Marco Cornelio Emiliano asaltó con una de sus cuadrillas mi pequeña propiedad
de la Liguria
que cuidaban dos de mis esclavos. Los mató, se apropió de la casa, de las
tierras colindantes y se la ofreció en usufructo a su liberta Calipso, una
griega de sólo 16 años que, según cuentan, lo bañaba y lo untaba con aceite
cada día.
Emiliano, pariente lejano mío y del
cónsul Cinna, es un anciano avieso, amargado por la enfermedad de su esposa y
por la muerte de sus dos únicos hijos en los campos de batalla que enfrentaron
a Sila y a Mario. Partidario fanático del primero luchó a sus órdenes en
aquellas guerras civiles, y luego, cuando impuso su dictadura el “Afortunado”,
desempeñó algunas magistraturas que facilitaron al tirano el cumplimiento de
sus leyes patricias, la ejecución indiscriminada de sus crímenes y
proscripciones y la instauración soberana del terror.
Hasta la usurpación de mi hacienda,
Emiliano, había vivido retirado cerca de Nápoles con su esposa enferma postrada
en la cama y con sus jóvenes esclavas que le adornaban la casa. Sólo sabía de
él por el hijo de Cinna y por algún conocido común que me contaba su deterioro.
Ahora, sorprendentemente, ha querido
apropiarse de mi pequeña villa para su liberada Calipso y lo ha hecho sin pagar
ningún precio, robándomela con descaro y sin miramientos. En ella la ha
instalado para visitarla como si la muchacha fuera su verdadera matrona y no la
concubina que es.
Ni la sangre derramada ni el robo le
devolverán su juventud, la salud de su esposa, la energía de su miembro ni con
ellas a sus hijos muertos.
Yo, sin embargo, Cayo Mario Claudio,
sobrino del gran Mario, no perdí ningún hijo en aquellas terribles disputas
civiles porque nunca lo tuve, fui siempre soltero y oficialmente célibe a pesar
de las presiones constantes que mi gente ejerció para que fundara mi propia casa. Tenían razón, no se posee un verdadero patrimonio si no se es padre.
Sufrí, eso sí, el exilio y el despojo de buena parte de los bienes familiares
por la mano de esos patricios que creían, y creen todavía, que Roma es
solamente suya.
Pero las vidas son a veces extrañamente
paralelas, patricio como ellos mi edad es similar a la de Emiliano, soy un
anciano y mi existencia solitaria en el campo está tan rodeada como la suya de
nada, de paisaje, de recuerdos y de alguna que otra esclava que también me baña
y me unta con aceite la piel y el intestino.
A mis años no pido mucho a mis lares,
sólo que de vez en cuando permitan a mi falo depositar su leche en la vaina de
alguna joven, esa medusa que nos petrifica impidiéndonos pestañear. Les ruego
igualmente, y con todo mi fervor, que sigan manteniendo la paz, la claridad de
mente y de corazón que creo disfrutar y que el muy estúpido Emiliano acaba de
romper.
Yo también tengo, entre mis esclavas, a
mi griega preferida, Areté, una mujer nacida cautiva y originaria de Siracusa.
La raptaron los piratas que emponzoñaban las costas y que ahora acaba de
derrotar Pompeyo enviándolos a todos al fondo del mar.
Antes de llegar a mí, Areté, pasó por
varios dueños que sólo la compraban como concubina para revenderla cansados al
poco tiempo, terminando, tras muchos intercambios y transacciones, en casa de
mi tío Tulio que le dio otra utilidad. Pensó que podía enseñarles el habla de
los griegos a mis primos, sus hijos y mis únicos herederos.
Ese hermano de mi madre, Tulio, aunque
piadoso, puritano y de moral estricta es un necio y un avaro codicioso que no
quiso pagar el precio que vale un verdadero pedagogo, un preceptor formado en
alguna Academia helena, cree, el muy simple, que el mero hecho de hablar una
lengua te permite enseñarla.
Las lenguas, como las ciudades, poseen
sus cloacas y sus acueductos, en ellas hay puentes y muros, cimientos y torres
altas como faros, no puedes abandonar nunca la que te vio nacer.
La poca habilidad pedagógica de Areté
se añadió también a la escasa inteligencia de mis primos y a su nula predisposición
por la cultura, el saber y el buen hablar, esos chicos son unos pobres memos
que no piensan más que en gastar sus días en los baños y sus noches en los
burdeles.
Pensando que no servía para nada, Tulio
me la revendió por poco dinero cuando envió a sus hijos a la milicia, creyó que
entre los soldados serían más útiles que en los brazos de las rameras. En eso
acertó.
Sea como sea, en casa de mi tío nadie
ha necesitado hablar nunca el griego ni el buen latín de nuestros abuelos, y
Areté no era tampoco una hembra para mis primos, demasiado altiva, “no queremos
reinas en casa, en nuestra familia todos somos republicanos”, señalaban con
sarcasmo.
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