Decio (y 6)
Galieno ha envejecido como un macho castrón
sin ovejas, sentado en el huerto de nuestra hacienda se endurece con el
invierno y se apergamina con el verano, entre uno y otro se petrifica y alisa
igual que las pieles antes de ser curtidas y los cantos rodados de los ríos que
sirven de mampostería barata para las murallas de las ciudades. Galieno no se
muere solo, lo hace también conmigo que muero con él. Todas sus batallas han
terminado, ya no es amigo de nadie, ni esclavo ni cliente, ni ciudadano ni
hombre, ni mucho menos un bendito ni un sabio, pero es mi hermano. Los muertos
vendrán a vivir con nosotros y nos acompañarán sin profanar nuestras vidas.
Siempre he creído que el daño del mundo es
consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los
tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza.
Eso lo saben los cristianos como lo sabemos todos, pero igual que nosotros
también lo olvidarán pronto.
En el lugar de Juliano, al que mataré para,
en realidad, robarle al final a su esposa, vendrá otro Vice Prefecto del
Pretorio que ordenará cambiar el nombre de las cosas con la vana pretensión de
que cambien ellas también, querrá mejorar las listas, ampliar los censos,
recaudar más impuestos y ajustar los precios para saber mejor qué debe tomar
para sí. Sin embargo, el poeta Vero Pellio siempre afirma que hay cosas que no
tienen precio, y que no son otras que aquellas que únicamente debes hacer tú
porque nadie puede hacerlas por ti, ni ocupar tu lugar, ni usar tus labios o
tus manos ni hablar en tu nombre como lo hace un abogado en un juicio, el
precio de las cosas que no tienen precio eres tú. Ése es el trato.
Yo, Marco Aurelio Decio, tengo casi 54 años
y mi nombre sigue protegiéndome de la desventura, de la enfermedad y de la
esclavitud.
El otro día cociné una sopa de cebolla con
queso de cabra, y mientras me la comía observé a un esclavo plantar un rosal en
el patio de casa, me acordé de Macedonia y de un palacio de mármol blanco al
lado del mar que de joven visitaba cuando era estudiante. Aquel mar era un
océano de metal líquido que ya no lleva a ninguna parte.
El mal revolotea a mí alrededor como las
moscas en el mes de Augusto, hay algún santo cristiano que me protege y mis
padres no han regresado todavía de su viaje de muerte, pronto tendré que ir a
buscarlos y acompañar a Galieno en su salida del laberinto.
A las monedas de oro las pulen para
rebajarles la ley y las personas enloquecen, su polvo ensucia sus uñas y pinta
la carne que venden por nada, soy libre, estoy borracho y mañana moriré en ese
palacio blanco y vacío, en mi querido camino de Alejandro, la luz será entonces
un triste reflejo y una niña goda sin padres nos recordará como una pobre y
suave brisa de verano.