Fusco (1 de 6)
Cuando
te licencias del ejército debes de incinerar a los últimos muertos en combate,
lavarlos con tus propias manos y llevar la tea que ha de quemar su pira; es un
servicio que los oficiales prestamos a nuestros soldados en gratitud por su
servicio, entrega y obediencia. Es un símbolo que quiere escenificar sumisión y
una promesa, que moriremos por ellos igual que lo han hecho por nosotros.
Siempre
me han gustado los actos fúnebres, la pompa y las plañideras, ya sé que a estas
liturgias las reviste el ritual que no necesita ser sincero, pero no debemos
buscar en ellas la franqueza porque son otra cosa muy diferente, quizá la
repetición y escenificación de algo que olvidamos fácilmente, un acompañamiento
que terminará en abandono; la verdad, sin embargo, es esquiva y habita únicamente
en los corazones de cada uno, en nuestros hígados y estómagos y en la punta de las
espadas que matan o salvan.
Aprecio
la demostración pública de afecto a pesar de ser hipócrita, me gusta rendir
honores a quien se los merece y también a quien no, porque, en realidad, a
quien honoramos es a nosotros mismos, los vivos, los muertos son un mero pretexto
para compadecernos de nuestro futuro. A los dioses hay que servirlos aunque
únicamente pueblen nuestros sueños y duermevelas, en ellos nos vemos igual que
en los metales bruñidos, al revés, el ojo derecho es el izquierdo y viceversa, y
queremos pensar, necesitamos creer, que en su mano, que no es derecha ni
izquierda, está darnos, o no, un poco más de tiempo.
Así
me he comportado, los he lavado y los he incinerado a todos, igual a mis
soldados que a mis dioses porque no son unos menos que los otros. Al final de
la ceremonia, con los llantos, los sermones y las brasas todavía ardiendo,
hemos simulado unos juegos helenos y un banquete etrusco con nuestras esclavas,
para acabar llorando borrachos como los griegos cuando se ponen melancólicos,
procurando que el vino endulce nuestra tristeza y no convierta la alegría en un
sin sentido.
Quizá
por ello me he traído de regreso a Sexta, una prostituta que nos ha atendido
bien durante toda la campaña asiática. Nos la hemos disputado seis, de ahí su
nombre, sus más fieles y asiduos. Los dados que hemos echado sobre su túnica me
la han entregado para que regrese conmigo, Marco Emilio Fusco, a casa.
Sexta
es la tercera mujer que me ha visto llorar, antes sólo lo habían hecho mi madre
y mi nodriza. A veces no puedo mirarla a los ojos, aparto la vista y aunque me
muero evito el gemido y el grito, me trago el goce y el encanto.
Seguro
que ella ha contemplado sollozar a muchos otros antes que a mí.
Fusco,
me dice triste y compungida igual que si recitara una salmodia, a penas soy un
fantasma que vive entre tus pesadillas y tus temores, en los sueños puedes
matarme, hazlo, hunde tu espada en mi corazón, búscalo en mi vagina, ábrete
paso a su través, rasga mi vientre para que salgan las heces por él como si
fueran los hijos que nunca pariré, no te mancharán, soy un sueño, un deseo,
carne macerada de jabalí.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada