"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dissabte, 28 de gener del 2017

Decio (y 6)



Decio (y 6)


Galieno ha envejecido como un macho castrón sin ovejas, sentado en el huerto de nuestra hacienda se endurece con el invierno y se apergamina con el verano, entre uno y otro se petrifica y alisa igual que las pieles antes de ser curtidas y los cantos rodados de los ríos que sirven de mampostería barata para las murallas de las ciudades. Galieno no se muere solo, lo hace también conmigo que muero con él. Todas sus batallas han terminado, ya no es amigo de nadie, ni esclavo ni cliente, ni ciudadano ni hombre, ni mucho menos un bendito ni un sabio, pero es mi hermano. Los muertos vendrán a vivir con nosotros y nos acompañarán sin profanar nuestras vidas.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Eso lo saben los cristianos como lo sabemos todos, pero igual que nosotros también lo olvidarán pronto.

En el lugar de Juliano, al que mataré para, en realidad, robarle al final a su esposa, vendrá otro Vice Prefecto del Pretorio que ordenará cambiar el nombre de las cosas con la vana pretensión de que cambien ellas también, querrá mejorar las listas, ampliar los censos, recaudar más impuestos y ajustar los precios para saber mejor qué debe tomar para sí. Sin embargo, el poeta Vero Pellio siempre afirma que hay cosas que no tienen precio, y que no son otras que aquellas que únicamente debes hacer tú porque nadie puede hacerlas por ti, ni ocupar tu lugar, ni usar tus labios o tus manos ni hablar en tu nombre como lo hace un abogado en un juicio, el precio de las cosas que no tienen precio eres tú. Ése es el trato.

Yo, Marco Aurelio Decio, tengo casi 54 años y mi nombre sigue protegiéndome de la desventura, de la enfermedad y de la esclavitud.

El otro día cociné una sopa de cebolla con queso de cabra, y mientras me la comía observé a un esclavo plantar un rosal en el patio de casa, me acordé de Macedonia y de un palacio de mármol blanco al lado del mar que de joven visitaba cuando era estudiante. Aquel mar era un océano de metal líquido que ya no lleva a ninguna parte.

El mal revolotea a mí alrededor como las moscas en el mes de Augusto, hay algún santo cristiano que me protege y mis padres no han regresado todavía de su viaje de muerte, pronto tendré que ir a buscarlos y acompañar a Galieno en su salida del laberinto.

A las monedas de oro las pulen para rebajarles la ley y las personas enloquecen, su polvo ensucia sus uñas y pinta la carne que venden por nada, soy libre, estoy borracho y mañana moriré en ese palacio blanco y vacío, en mi querido camino de Alejandro, la luz será entonces un triste reflejo y una niña goda sin padres nos recordará como una pobre y suave brisa de verano.



Decio (5 de 6)



Decio (5 de 6)


Algunos quieren creer en los oráculos y seguir la vía de los damiáns o demins, pero yo solamente presto atención a los informes y sólo me fío de lo que sé, y sólo sé lo que de mí depende, no me creo nada de lo que me cuentan y únicamente la mitad de lo que veo.

En casa hay un cofre lleno de oro que debió de pertenecer a alguno de los aspirantes fracasados al trono, a un ladrón. Mi hermano Galieno lo robó también, se lo adjudicó por la espada al pensar con razón que sus méritos valían más que los pillajes a los que tenía derecho, y tomó un oro que no le pertenecía. Juliano sospecha algo de eso y creo que su codicia es mayor que la furia y el hambre de su esposa, mi Lidia, a la que sigo amando igual que el primer día y que cada año que pasa envejece tres a la vez.

Galieno se llevó un tesoro que no era suyo y que quiero pensar habría pagado más guerras. Es absurdo, pero en nuestro sótano se halla intacto, ni él ni yo lo hemos tocado ni hemos gastado ni el equivalente a un grano de arena de todo su peso, ¿para qué?, quizá lo haga nuestra sucesora goda Cornelia si se convierte en una mujer vulgar y simple, en una estúpida, sino vivirá de sí misma, su alma será su único tesoro y como los ángeles cristianos, que viven de su dios, de nada y, como canta un bardo galo,  del viento en el que se hallan todas las respuestas.

La anona, el impuesto en especies sustituye a la moneda que se desvaloriza aumentando la inflación, una col, en cambio, es siempre una col y alimenta a un soldado durante dos días. Cualquier prostituta da de comer a muchos hombres, mi Lidia tiene más miedo que yo, tiene tanto que acapara todo el del mundo cobijado en su cuerpo largo y esbelto que tantas veces me ha dejado besar, lo ahuyenta como si gastara un crédito que sabe que nunca devolverá. Creo que ya ni ella me vale porque no quiero que mi corto futuro lo gaste de la misma manera que mi pasado, sin devolvérmelo.

Cornelia, mi sobrina, podría haber sido mi hija, la esposa que nunca tuve o la madre que perdí, pero no ha sido nada de todo eso, solamente una niña robada, una extraña sobrina que heredará un nombre que no le pertenece exactamente.

A ella, cuando era pequeña, también le enseñaba aritmética y le hablaba en griego soñando que algún día llegara a ser Nausicaa y escribiera la historia de un largo viaje, tarde o temprano deberá emprenderlo si no quiere quedarse mirando la misma estrella. Todavía es joven y carece de miedo, no quisiera que lo tuviera, pero inevitablemente lo tendrá porque sabe quién es, una niña robada a unos padres asesinados, por ellos quizá nos odie o nos ame más todavía, pero quieras que no, y por su bien, deberá emprender el camino de regreso a casa cuando mi hermano y yo hayamos fallecido. Esa será la única forma de vencer el miedo que se apoderará de ella cuando llegue a ser adulta y se encuentre sola.

Algunos godos son cristianos que sólo ven en Jesús a un hombre, pero Cornelia no debería ser ni María ni tampoco Magdalena, ni mucho menos una mujer cualquiera que compra cosas con oro o con su cuerpo, el tiempo dirá qué va a suceder, yo, la verdad, ya sólo soy capaz de ver a la niña rubia que se adormecía sentada en mis rodillas como si fuera un gorrión confiado, mi mente se desordena y no recuerdo otra cosa que aquél batir de alas invisible que Galieno le enseñaba cuando cabalgaba sin asir las riendas, igual que si fuera un águila o una serpiente emplumada.

Cornelia acaba de cumplir dieciséis años y dice, como si  de un juego se tratara, que quiere casarse, ella también sueña con ser mujer, y Galieno, mi hermano, se muere, su vejiga está siempre hinchada y casi no puede orinar. El oro que robó se encuentra escondido en los sótanos de nuestra casa como si taponara su uretra. Juliano lo quiere para sí y está tramando algo para conseguirlo, pero yo lo mataré antes que lo intente de veras. Lidia se encuentra también enferma, apenas tiene 38 años escasos y su vientre se ha convertido ya en un pozo negro que tarde o temprano acabará igualmente con su vida, deberé cuidar de ella cuando la convierta en viuda, quizá sea esa la única y la última manera de someterla ya que no lo hicieron  nunca mis besos.


¿Sabrá Lidia que se muere con sus hermosos ojos hinchados y ese porte de dama?, ¿o se morirá sola, ignorante de morirse al mirar siempre hacia otro lado? ¿Su cadáver profanará mi casa o deberé depositar sus restos en el camino que cualquiera puede pisotear? Mis dedos dibujarán entonces panes, peces y pájaros entre sus pechos, y sellarán para siempre el rostro que habré de olvidar.

dijous, 26 de gener del 2017

Decio (4 de 6)


Decio (4 de 6)

Se dice que la clientela de un buen romano es equivalente al tamaño de su cornamenta, tal vez por ello Juliano no hacía nada para evitar la segunda en la esperanza de incrementar la primera. Pero nada es gratis y todo se paga, en moneda o en especies, en espacio o en tiempo. Y si no tienes ni una cosa ni la otra deberás pedir un préstamo, y rogar a los dioses que no permitan que termines perdiendo tu libertad para devolverlo aunque por el simple hecho de pedirlo y obtenerlo ya eres un esclavo del que te lo ha otorgado.

Los precios deben mantener el equilibrio con el valor fiscal de los bienes imponibles o viceversa y, al mismo tiempo, con el interés que un prestamista pide para obtener esos bienes, o viceversa. El valor debe parecerse al precio o viceversa, y también al total de las existencias que obtengamos en un buen y honrado inventario actualizado constantemente. Todo debe de quedar escrito y compilado, desde las tierras de las que viven las personas, pasando por las casas en las que se cobijan, las cosechas, el ganado, los productos manufacturados, los ajuares, muebles y libros, para terminar el recuento en los censos de los mismos ciudadanos que dan vida a las cosas, campesinos o artesanos, libres o esclavos, todos han de estar empadronados en las listas del Imperio.

La mejor ley de precios, sin embargo, es la que no existe porque todo cambia aunque el Imperio adjudique a cada uno su labor a la que está ligado por nacimiento y por ley. Todo pertenece al Estado y al Emperador que lo personifica igual que el sol da forma a Dios, al Uno, dicen los platónicos. Cada ciudad vive dentro de sus murallas que la defenderán de ladrones y de bárbaros venidos de las llanuras de Europa y de Asia. Cada hombre y cada mujer es también una cerca por sí mismo, un muro, un coto cerrado, un monje, tras ella habita Roma y con ella el Imperio de los Augustos y Césares. Júpiter, Helios, Mitra o el Cristo del madero serán nuestros estandartes que elevarán en su Olimpo al propio Emperador que no puede ser tocado con mano humana, ni mirado con los ojos de la cara, ni amado ni temido siquiera como se ama o se teme a un padre cualquiera. Él es el único Domine Pater en la tierra que ha de ser adorado y que nos protege, o debería hacerlo, de todo mal.

O al menos eso es lo que la muchedumbre ha de creer. La plebe no conoce nada fuera de su miedo, de su hambre y de su sed de justicia, de su piedad y de su tierno coraje, de su mezquindad, del vino que llena su cuerpo o de los picores de su entrepierna. Los cristianos tienen un raro concepto de amor por esas masas informes de gente que no concuerda con la soberbia de las élites romanas.

La República ha muerto aunque se mantenga la ficción del Príncipe, el primero entre pares. A los herederos los elige normalmente el testador, y en esta ocasión parece haber ocurrido también, el pueblo de Roma ya no sabe, si es que alguna vez lo supo, gobernarse a sí mismo, así que ha delegado sus derechos. En realidad siempre ha dejado que un substituto hablara por él. Igual que los hijos confían en el padre las personas establecen alianzas entre ellas de sometimiento a cambio de protección. La dignidad de un hombre se mide por sus servidores y por su capacidad de protegerlos, ¿cómo?, ¿de qué?, de sí mismos, sometiéndolos igual que se doma un caballo salvaje. Siempre por su propio bien el dueño los domeña, los esquilma y despoja, ¿para qué quieren lo que no saben usar ni conocen que existe?

La función pública no es más que una actividad privada que se ejerce a la vista de todos como los juicios, que no son más que actos administrativos en los que se dilucida la relación de parentesco y por consiguiente de sumisión, propiedad y jerarquía.


Todo es una familia y en ninguna puede faltar un padre o alguien que ejerza como tal. Pero la vida destruye linajes y ella siempre prueba que no hay nada más inseguro que la paternidad, esa es la venganza de muchas mujeres, no saber, ni ellas siquiera, quién las ha preñado. Sobre esa incerteza se levanta Roma, es el pedestal en el que se erige su majestuosidad y ahuyenta en su vanidad el miedo al futuro.

dimecres, 25 de gener del 2017

Decio (3 de 6)


Decio (3 de 6)

Lidia lo quería todo, ser la señora y la dueña de su casa, ser una madre y una esposa, y a la vez ser también una mujer feliz, sin embargo, todas estas cosas son imposibles de conseguir al mismo tiempo, tanto como lograr que las ganancias contables sean reales.

Al final, o al principio, o viceversa, Lidia se convirtió en un buen recipiente para todos los que tuvieran algo que depositar en él. Su vasija acogía cualquier ofrenda o donativo. Como el Tesoro del Emperador aceptaba todo tipo de cánones y tributos, en monedas o en especies, su cofre era como el intestino de un buey, adoptaba todas las formas y tamaños posibles. Recogía a pordioseros y a muchachos perdidos en la lluvia, los bañaba y dejaba que le leyeran historias que la hacían llorar. Su matrimonio con Juliano, y la maternidad consiguiente, le dieron, sin embargo, un papel más digno de interpretar a los ojos de los demás que las fantasías que llenaban su melancolía.

Contaba que había perdido a un hijo y que buscaba, entre sus asiduos, un hermano gemelo desaparecido en alguna de aquellas interminables guerras, pero yo sabía que siendo eso verdad nada llegaba a ser del todo cierto porque la razón de su vida era sencilla y simple: le gustaba lo que hacía, ser señora y no serlo, ser bella siempre, de día y de noche, la depositaria de algo especial que, la verdad, no lo era ni lo ha sido nunca, la tesorera de un bien vulgar y común porque cualquiera lo puede conseguir. Explicaba también que la educó un esclavo cristiano, que se enamoró de otro, y que un soldado galo, enfermo y tullido, la preñó. En sueños deliraba y decía cosas que no revelaré, se creía una loba valiente y osada y apenas llegaba a ser una piedra roma, una pobre coneja de corral asustada.

Yo le hablaba de mis cuentas, de mis números y de mi familia muerta, de las batallas ganadas por la caballería de mi hermano Galieno, de listas y de censos, del futuro que desconocía, de mis años en Grecia, de mi juventud y del pasado que había vivido como un  hombre libre, sin nada que perder, ni bienes ni esposa, ni padres ni mujer, sólo un hermano y una sobrina goda. Pero Lidia no me escuchaba, me miraba y no me veía, sólo percibía algo que no advertía yo, quién sabe si era su hijo perdido o su hermano no nacido, o tal vez su soldado tullido, muerto en otra batalla o en otra cama, lejos, más allá del Rin o del Danubio, defendiendo el patrimonio de otro o a un emperador fracasado, codicioso y loco.

Lidia ordeñaba a sus hombres como si fueran toros y a sus toros como si fueran hombres, yo hacía lo mismo con mis inventarios y cuentas, pero ella era más eficaz y querida, deseada tanto por los primeros como por los segundos, todos cornudos.

Después, en las fiestas de su casa, era la matrona, la que mandaba con voz potente y segura a los esclavos, la que educaba a sus hijos con el acierto y la rigidez de una vieja romana, la esposa de Juliano, el patrón, su dueño, el Viceprefecto del Pretorio. Los conejos al horno con cebollas y lenguas de codorniz de sus cocineros eran los más apreciados de la Narbonensis, los sacrificaba jóvenes y se derretían en la boca.

Le gustaba ser igual que el oro con el que se acuñan los solidus del Emperador, tan fáciles de limar y lijar que se desgastan con más rapidez que el adobe viejo secado al sol.

El oro es pesado y blando, moldeable y anónimo como esos banquetes en los que los invitados usan máscaras como ciegos a medias. Es un falso anonimato, naturalmente, porque todos, Juliano también, conocíamos perfectamente las aficiones de su esposa así como las del resto de los habitantes de la ciudad, nada consigue ser invisible en un mundo que no sabe más que mirarse a sí mismo. Mis listas dejaban constancia fiel de ello, anotaba de manera minuciosa las entradas y las salidas, las entrañas, lo que se tiene y lo que falta, como el mejor contable inflexible y puntilloso que quiere tener al día el estado de sus cuentas.

La locura no nos hace terribles, es al revés, perdemos la razón y nuestro gobierno porque somos terribles.


dimarts, 24 de gener del 2017

Decio (2 de 6)



Decio (2 de 6)

Mientras mi hermano Galieno prosperaba en la milicia yo lo hice en la administración del Imperio. Estudié en Grecia y de mi padre heredé el cargo al que estoy atado por ley y de por vida, llegando a ser edil de Aix, nuestra pequeña ciudad de la diócesis de la Galia en la Narbonensis, durante el mandato de Lucio Domicio Aureliano. He trabajado durante muchos años en las oficinas censales, elaborando inventarios y listas, y en la actualidad, que en Roma impera Diocleciano, el ilirio, estoy a las órdenes de Tito Petronio Juliano, un Vice Prefecto del Pretorio civitatis, un vicario, uno de esos que llaman “caballero perfectísimo”.

Él usó, para su propio beneficio, para su César y para los altos funcionarios del Palacio, mis estudios sobre aritmética y la diferencia contable y moral entre lo que se tiene y lo que no. Ambas son cuentas que siempre suman cero en un círculo permanentemente cerrado aunque aumente su perímetro, lo importante no es el radio ni el número pi, ni tampoco el cociente entre ambos, lo fundamental es que su circunferencia es un laberinto del que no hay escapatoria. Como mi amor por Lidia, la esposa de Juliano, de ese caballero tan perfecto al que debo obedecer; una mujer que siendo muy joven inundó mi vida como la lluvia llena los pozos secos y los campos yermos, anegándolos. La conocí antes de casarse, en un lugar y en una situación muy poco respetables para una muchacha que pertenecía a una familia rica de viejos caballeros romanos.

Hoy en día todavía no se admite, aunque sin duda se acepta, que cualquiera llene su cama con quién desee, casi todos lo hacen y casi todos saben que casi todos lo hacen, sólo se les pide que lo que ocurra en ella no trascienda, que conserve la discreción y la compostura, que mantenga las apariencias de la moral pública, sus leyes y sus costumbres, el decoro y la hipocresía de la estirpe en la que se ha nacido y que no está obligado a mantener con los que no son de su casta. Se le exige de esta manera que respete las convenciones y la tradición, que no confunda nunca a sus amantes entre sí ni mucho menos con la familia, ni que caiga tampoco en la debilidad del amor con ellos como me ocurrió a mí, que no pude dejar de mirarla desde el día en que la vi por primera vez.

Sin embargo, los nuestros también son tiempos ascéticos en los que impera la necesidad del pobre, la hipocresía del débil y del aprendiz, la escasez y la penuria se han convertido en virtudes, la miseria revaloriza lo que nunca antes había tenido valía, por ello los matrimonios cristianos ofrecen un raro ejemplo que desazona a muchos viejos romanos que no son capaces de comprender en qué consiste la nueva dignidad ni los nuevos pesos, esas cuentas diferentes que miden ahora a los hombres y a las mujeres.

El Imperio es dirigido como si fuera una academia o un gimnasio, todo pretende estar centralizado, controlado igual que el ejército desde las oficinas del gobierno imperial. Roma se asemeja a una especie de convento con su claustro y sus normas estrictas, a una comuna o a un rebaño, todos aparentemente iguales como si fuéramos ganado. Las leyes nos atan a nuestro oficio, a nosotros y a nuestros descendientes. Sin embargo, los privilegios, como siempre, mandan, los derechos adquiridos han sido la eterna ley en Roma, las castas prevalecen igual que las exenciones, las dispensas y las prerrogativas. Por eso, muchos campesinos libres atados a la tierra como yo lo estoy a mi escritorio, y contraviniendo las leyes del Imperio, abandonan sus pequeñas propiedades al no poder pagar los impuestos y se venden como siervos a los grandes terratenientes.

Pero Lidia era voraz, ávida y ansiosa, como los bárbaros era su manera de ser libre; no podía dejar de bailar mientras la música sonará, y la música sonaba casi siempre excepto en sus extraños y largos momentos de silencio. Muda, aletargada, parecía ivernar o purgar alguna clase de mal extraño. En esos instantes de retiro se quedaba quieta como si hiciera ayuno, dormida como si no quisiera levantarse del lecho y ver la luz que entraba por la ventana, aplastada por su propio peso. Después, cuando el sol aparecía de nuevo en su horizonte, regresaba igual que un escrupuloso y avaricioso recaudador de impuestos o una hueste de mercenarios reclamando furiosos su paga.

A ella le sucedía igual que a los ciudadanos y a los esclavos del Imperio, sus funcionarios y burócratas también, el mismo ejército y sus soldados, todos ellos no pueden ni deben permanecer inactivos mucho tiempo, la paz y la indolencia los seca de la misma manera que se agostan las tierras que de trigales se convierten en cañaverales si no tienen esclavos que las cuiden.


dilluns, 23 de gener del 2017

Decio (1 de 6)




Decio (1 de 6)

Morimos igual que fornicamos, como conejos asustados.

Nací hace poco más de cincuenta años, durante el mandato de Decio como Emperador, mis padres me pusieron su nombre para protegernos de la peste que asolaba el Imperio, pensaron que una palabra podría servir de escudo frente a la enfermedad, que sería un conjuro mágico que nos protegería del mal. No iban desencaminados, la fiebre los mató a todos ellos menos a mí y a mi hermano mayor, Galieno, que se llamaba igual que otro que también llegó a ser Augusto. En estos tiempos de ahora hay tantos aspirantes a la púrpura que cualquiera que tenga una espada, o suficiente dinero, puede soñar en ser descendiente del gran Julio y vestir su toga.

Está terminando una era y empezando otra de desconocida, es un parto difícil y muy doloroso, el feto viene de nalgas, quizás nazca muerto o sea un monstruo lo que echen al mundo las entrañas de la loba, un demín, un ser deforme y quizás alado, un heraldo de pico curvo que coma carne muerta y que no traiga otra paz que la de los cementerios. El último medio siglo lo ha sido de guerras permanentes y continuas, de peste, de miseria y desesperanza, de persecuciones, robos y pillajes.

Aunque nuestra familia quedó diezmada, mi hermano, diez años mayor que yo, supo conservar buena parte de nuestro patrimonio familiar de caballeros servidores de Palacio. Galieno comandó unidades de climbanarii en el ejército, su fortaleza, su destreza militar y su perspicacia por estar siempre en el lado vencedor nos salvó la vida, a mí y a algunos esclavos que todavía pudimos mantener, más asustados que nosotros.

Ni él ni yo hemos tomado nunca esposa aunque Galieno robó a una niña goda de pocos meses de edad después de matar a sus padres en alguna escaramuza; se apiadó de ella y, en lugar de acabar también con su vida, se la llevó para sí. Todavía recuerdo el día en que la trajo a casa envuelta en su capa de general, parecía un lechón llorón y hambriento, listo para hornear; de eso hace ya dieciséis años. La llamamos Cornelia en recuerdo de nuestra madre, pero yo, en secreto y sólo para mí, la llamo Bienvenida. Ahora es la heredera, la que llevará el nombre de la familia y la columna que sostendrá el techo de nuestra casa. También es la brisa y la alegría que limpia las estancias aireándolas cuando corre por ellas, y la que quizá algún día deba convertirse en la borrasca que barre lo poco que quede.

Estos soldados de caballería, los climbanarii, son huestes acorazadas de pies a cabeza, los jinetes y sus monturas, y se han convertido en una curiosa metáfora de la nueva Roma, igual que ellos las ciudades y las haciendas del Imperio viven amuralladas, aterrorizadas y recogidas tras sus protecciones pétreas. La polis y su ágora han desaparecido, ahora son comunidades que deben defenderse por sí mismas y ser autónomas también en su economía aunque el Emperador quiera controlarlo todo al creer que su mundo no es un simple castillo de arena.

Las rutas comerciales están en buena parte rotas, los caminos son intransitables y peligrosos, el transporte de mercancías es difícil y de costes desorbitados; es más alto el porte que el oro que se traslada. Y los bárbaros que arriban lo hacen hambrientos, miserables, son bárbaros huyendo de otros bárbaros, llegan como la tormenta y se van como las crecidas de los ríos al final del verano, arrastrándolo todo y dejando en su lugar la ruina y la desolación, de ellos, sin embargo, es el futuro.


Pero la burocracia del Imperio se ha mantenido firme y unida como los dedos lo están a una mano que todavía puede cerrarse y golpear, escribir y dictar leyes. Ella y el ejército han conservado, como si fueran un dique, la casa común, sus esfuerzos siempre tratan que el mar no termine con la playa, pero Neptuno no es el mar, sólo es un dios moribundo disfrazado de pez. Ningún hombre puede vivir sin una morada, aunque incluso sea una cárcel no hay nada fuera de ella que no sea nada, oscuridad y silencio. En la casa se halla nuestro origen y en él la dignidad de los bien nacidos, de aquellos que tienen un nombre que transmitir a los demás y por el cuál somos reconocidos y aceptados en las asambleas de ciudadanos donde podemos votar, incluso los cristianos saben reconocer eso y por ello el descendiente de Pedro dicen que vive en Roma y no en Jerusalén. 

dissabte, 7 de gener del 2017

Gala (y 6)



Gala (y 6)

Nosotros dos hemos estado conversando desde hace años sobre lo que no hay que guardar silencio aunque es preferible no hablar de ello demasiado, al menos no en público.

Platicar de lo que ya se sabe con alguien desconocido es una experiencia que parece banal pero que no lo es. Desde un punto de vista formal y oficial Marco y yo no nos conocemos aunque lo sabemos casi todo el uno del otro como si hubiéramos sido los arquitectos de la casa de cada uno; hemos dibujado sus planos y levantado sus muros; ambos conocemos los rincones más escondidos, las habitaciones más secretas y los agujeros en el suelo que se esconden debajo de los mosaicos de colores; hemos construido también los canalones y los desagües que conducen a la cloaca de la calle, las tomas de la fuente que provee de agua a la casa, y hemos aprovisionado la leña que alimenta los fogones de la cocina. Marco es como la ventana de mi mansión, a través de él veo el exterior donde el horizonte no tiene fin.

Una vez soñé que viajaba por los mares que deben de haber al oriente del oriente, mucho más allá de la última huella que dejó Alejandro.

Me veía a bordo de un gran barco al que no movían ni los remos ni el viento, que en su interior albergaba un gran monstruo que le daba el calor y la fuerza para navegar y que conocía a su domador que lo templaba y le daba de comer, un marinero vestido de blanco que me hablaba como si yo fuera él y él yo. Los dos conversábamos en cubierta disfrutando del frescor de las brisas que soplan en el otro lado del mundo que también está poblado, como el nuestro, por legiones de hambrientos y desamparados, de emperadores y de generales que dicen ser hijos del cielo y de sus dioses. Yo iba a reunirme con mi padre, un filósofo que enseñaba en una Academia a los jóvenes que querían escucharlo. Pero la guerra había estallado y los soldados de un bando lo tenían preso. Al final, con la ayuda de mi marinero, lo rescataba, pero él, mi blanco navegante, perdía la vida en la pelea, el barco a su monstruo que lo movía y yo a mi pobre alma que con la suya regresaba a casa, a esa orilla de ese mar inmenso que Marco ha pintado tras una ventana de mi solitaria habitación y que dice, convencido de ser cierto, da la vuelta al cielo acabando por donde ha empezado que es por donde han de terminar todas las cosas que bien comienzan. (4)

Al llegar a casa, cargado con sus bártulos de pintor, para decorar mis paredes con otras de pintadas, Marco me ha regalado un cuadro en el que aparece mi retrato que ha ido dibujando a lo largo de los años. Me ha sorprendido, no me lo esperaba, no podía imaginarme a mí misma como si fuera otra, como alguien ausente. Cuando nos vemos en el metal bruñido lo hacemos con nuestros propios ojos, en cambio, una pintura la miramos con los ojos de otro, como si leyéramos unas palabras que no hemos escrito nosotros, una respuesta a una carta, a una pregunta con otra respuesta. Su larga ejecución, me ha dicho Masrco, impide concluirlo, él cree que terminará de pintarse solo o que no lo hará nunca mientras haya quién lo mire, tal vez alguien lo desentierre de las arenas de algún desierto para viajar a través de los recuerdos de otros que también serán los suyos.

Todas nuestras pláticas sobre Eros, sobre besos, blancos o negros, todas esas pequeñas tabletas con escenas sensuales han culminado en mi retrato, en el dibujo de mi rostro con su frente y sus cejas, con sus mejillas y sus labios, con su boca y sus ojos pardos, mi barbilla y mi cuello que sostiene mi cuerpo y mis cabellos que se sueltan cada vez que mi esposo querido regresa del Hades para acariciarlos. 


Noli me tangere”, dice Marco que dicen que le dijo Jesús a Magdalena cuando lo vio resucitado, no soy el que era, no debes ni puedes tocarme. Eso le oigo decir a mi esposo al que no puedo tocar ni sentir cuando me mira.

(4) El Yantgsé en llamas. (Película) 

Gala (5 de 6)



Gala (5 de 6)

Cuando me salían los primeros dientes de leche roía la barbilla de mi padre que paciente se dejaba hacer por mí, por su hija pequeña, sin quejarse ni lamentarse y con una eterna paciencia. Me sentaba en sus rodillas y jugaba a cabalgar corceles más rápidos que los caballos de Neptuno, con ellos conquistaba imperios y corazones como lo hizo Cesar al que amaron las mujeres de Roma. Yo quería seducir igual a los hombres, sin esfuerzo ni siquiera necesidad por mi parte, ser una luciérnaga en medio del pantano. Pero nada de todo eso sucedió.

Soy una mujer educada y más culta que la mayoría de los hombres, de joven quería vivir sin que nadie me dijera cómo debía de hacerlo, y soñar, de esa manera, que la buena existencia es aquella que lo mejor que puede suceder está siempre por llegar. Delante de Marco simulo   –aunque él no crea demasiado muchas de las cosas que ve- ser un hombre, trato de hablar como ellos, imitar los gestos varoniles, pensar igual y desear lo mismo, tener sus sentimientos. ¿Cómo son los hombres? Lo ignoro, debe de haber de todo, yo creo que son lo más parecido que hay a las mujeres, pero el gato montés es de mayor tamaño que los que habitan las ciudades, su pelo atigrado es también más fino, gris verdoso con rayas negras y se cruzan con facilidad con los de nuestras casas. Es un cazador diestro y se alimenta de toda clase de animales, ratas, pájaros, lagartos, ardillas e insectos. Cuentan que es peligroso atraparlo pues se resiste con fiereza. De sus pieles hacen capas y mantas para el invierno. (2)

Las mujeres romanas no somos nada más que el recuerdo que podamos edificar en la memoria de nuestros hijos y de alguno de los varones que nos han acompañado, nuestra casa es la memoria de otros, ese valle tan frágil y tan expuesto a las salvajes inundaciones que lo arrastran todo. Las romanas no poseemos nada fuera de aquello que poseen nuestros hombres y ellos, pobres ilusos, pierden sus bienes de una manera demasiado fácil. Por eso me gusta Marco, fue un esclavo que tampoco tuvo nada y que no llegó a poseer ni lo más humilde ni tampoco lo más preciado, la libertad, quizá por ello no puede olvidar a su judía, una simple mujer que amó, que se le murió entre las manos pintada de blanco. ¿Podría yo ser ella?

Dice Cátulo que:

Los soles se ocultan, y pueden aparecer de nuevo;
pero cuando nuestra efímera luz se esconde
la noche es para siempre,
y el sueño, eterno

Un amigo de Marco, un orfebre sajón, le cuenta que sueña, cuando contempla las estrellas, que esos puntos brillantes en el firmamento son fuegos de campamentos, y se pregunta si, igual que las calzadas nos conducen de una ciudad a otra, las estrellas nos llevan a la muerte. (3)

Me estoy muriendo, estoy enferma y empiezo a soñar con esas estrellas que alumbran otros hogares, quiero que Marco las pinte en las paredes de mi casa, tras unas ventanas falsas y a plena luz del día, el cielo claro y quieto.

En el fondo estoy invitando a mi pintor a que entre en mi alcoba y creo que así lo ha entendido él aunque no se ha sorprendido por mi propuesta, ya me ha visto desnuda cuando le he servido de modelo en otras ocasiones, ya sabe pues cómo huelo y del olor puede imaginar mi sabor y todo lo demás. Marco siempre me explica que la verdad de la existencia, llamada también vida, es la capacidad de soportar el dolor que causa la experiencia del tiempo, y que en la experiencia del tiempo está la muerte y la muerte es la frontera del mundo y el mundo es lo que hace al caso. Todo lo que hay más allá es todo aquello sobre lo que es mejor guardar silencio.

(2) Tratado de peletería, Josep Tapbioles

(3) Van Gogh


Gala (4 de 6)



Gala (4 de 6)

Los jardines están abandonados aunque el jardinero no está lejos, las matas y las flores parecen bien cuidadas y regadas, pero dentro de la casa, en algún rincón, siempre hay algo desordenado, descolocado y fuera de lugar, un objeto en el suelo o alguna sombra que revolotea fuera del cuadro, una ventana abierta o una puerta entrecerrada, alguien olvidado que está por llegar. Marco y yo hablamos, sin aparentar que lo hacemos, del que está ausente y todavía no ha regresado, hablamos de nosotros.

Marco siempre afirma que soy muy exigente en las descripciones que sus figuras representan, es verdad, quiero que los rostros no mientan y que digan lo que dicen cuando creen que nadie los mira, que no cierren los ojos como si cerraran las ventanas, que dejen que los contemplemos igual que hacemos con las máscaras de los actores. El orgasmo es un poco tonto porque es demasiado corto, sobre todo en los hombres que se contentan con un simple estornudo y con el desfallecimiento bobo que luego acontece, no hay tiempo para pensar porque no hay nada que pensar en ese momento, el cerebro se embota y los músculos pasan de ser piedra a ser lodo.

¿Hemos las mujeres de enfajar nuestros pechos como prescribe la tradición y la moral?, yo creo que no, a mi y a mi esposo nos gustaba que se contonearan libres delante de sus narices, que su lengua los quisiera apresar como si comiera cerezas o uvas maduras del mismo árbol.

¿Cuándo se realiza un cunnilingus cuál debe ser la dirección de la lengua?, ¿longitudinal o transversal?, ¿es mejor una cama o una mesa?, ¿qué deben de hacer mientras tanto las manos?, ¿hay que decir algo o es mejor callarse? ¿Un pene es un caño, un tubo, un canalón, o el fémur de un carnero asado que paladeamos con avidez?, ¿hay que soplar o succionar? A mi esposo le gustaba entrar por detrás, acariciarme como si tocara una lira mientras se desparramaba dentro de mi retaguardia.

Marco me escucha respetuoso y con su manera parsimoniosa me atiende y me pregunta por detalles pequeños y colaterales, nimios, pero en absoluto intrascendentes ni banales: ¿arriba o abajo?, ¿derecha o izquierda?, ¿de cara o de lado? No tiene prisa en conocer la respuesta como tampoco en pintar, sabe esperar. Afirma rotundo que ninguna escena puede pintarse en menos de un año porque la luz nunca es igual cada día ni a lo largo de la jornada. Aunque ha pintado con las ventanas abiertas también lo ha hecho a oscuras, a la luz de las velas tintineando. Pero sus tabletas eróticas ha de terminarlas deprisa, Eros es un dios bifronte, exige igualmente parsimonia y resolución, torpeza y habilidad al mismo tiempo, su pincel debe trazar líneas y manchas, abrir espacios y cerrarlos como se cerraban mis piernas alrededor de mi esposo cuando entraba en sus aposentos, en la mansión de su cautiva, en mí.


Ambos vivimos solos, él con un par de esclavos y yo con veinte, y como yo es también una persona desconfiada, a veces pienso que me gustaría ser la reina de la orgía, ser atendida por un numeroso grupo de hombres y de mujeres en confusión, desconocidos, gente anónima que nunca más volveré a ver. Saciarme, emborracharme, vomitar y volver a comer sabiendo que el cuerpo termina expulsando, por alguno de sus agujeros, los fardos que lastran esas alas que no tenemos, eso que llamamos amor, alma, espíritu, psique, ¿por qué lo queremos todo?, ¿por qué no tenemos nada? 

Gala (3 de 6)


Gala (3 de 6)

Marco es un buen pintor sin ser un genio, dice que solamente se pueden dibujar a los muertos porque los vivos se mueven demasiado y nunca están quietos, tal vez por ello vive de pintar escenografías arquitectónicas en las paredes de las casas de los patricios y de los plebeyos ricos como si fueran los palacios del Hades, un mundo embalsamado, quieto, petrificado, una manera de representar el futuro, el tiempo que nunca es. La moda artística impone que sean estancias solitarias y vacías de personajes, puras representaciones teatrales sin actores, pero él, de forma casi imperceptible, siempre añade algún detalle humano, migas en el suelo, un jarro de cristal a medio llenar en alguna mesa, un plato con restos de comida o algún árbol en un jardín bien ordenado.

Marco, sin embargo, afirma que su verdadera vocación es el retrato funerario, pintar al fallecido todavía vivo, o todavía muerto, sin estar moribundo, y no a su envoltorio de humo y vanidad, él quiere atrapar el eterno instante de muerte, verlo entre dos aguas, a caballo del presente y de ese futuro que al final termina atrapándonos a todos. Yo le escucho atenta, oigo sus palabras y el candor que respiran, la verdad que envuelven igual que los bienes que transportan los barcos en medio de las tormentas, miro el brillo de sus ojos cuando me habla de otros ojos, de su forma almendrada, del arco de sus cejas, del blanco y del negro, de su mirada concienzuda, tranquila y amable que ve lo que otros todavía no pueden ver. Pero yo me burlo con cariño al recordarle que buena parte de sus ganancias vienen de su otra habilidad, el dibujo erótico y pornográfico que le venden sus buenas agentes comerciales a cambio de una comisión, las prostitutas de la Suburra, ellas son, nunca mejor dicho, unas tiendas ambulantes, llevan el género encima, que aprovechando el deseo de sus clientes les ofrecen también esas pequeñas tabletas de madera que pinta Marco con toda clase de seres vivos copulando. Eso es también lo que yo le pido para mi esposo falsamente vivo porque ya está más muerto que el Gran Julio que dicen que enamoraba a todas las mujeres, y se lo pido como si le reclamara a un sastre artesano que cosiera un descosido con su aguja y su dedal, yo pongo el hilo y el descosido. A veces le leo los poemas procaces de Cátulo y le digo, con el semblante absolutamente inocente y serio, que aunque “el poeta honorable sea personalmente casto; no es necesario, sin embargo, que lo sean sus versos”, por ello, le indico, sus pinturas no tienen nada que ver con él ni mis pedidos conmigo. No obstante, él sabe, también como yo lo sé, que “para saber de amor, para aprenderle, es necesario haber estado solo, aunque además, y según dicen los grandes amantes, “es necesario en cuatrocientas noches -con cuatrocientos cuerpos diferentes- haber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen” (1). ¿Cuatrocientos cuerpos diferentes?, ¿son posibles tantos? Ni Marco ni yo hemos conocido ni dos, yo solamente a mi esposo amado y él a su siempre añorada Ester. Así pues, ¿no sabemos nada del amor?, ¿es demasiado poco un cuerpo ajeno al propio?, ¿lo conocen sus rameras que cada día copulan con más de veinte desconocidos? Marco y yo hace más de diez años que nos conocemos, más que los que yo estuve casada con mi esposo ya fallecido, ¿qué sabemos el uno del otro después de cientos de conversaciones y charlas mientras él pinta lo que debería ser solamente un secreto de dos?


Los poetas escriben y nosotros hablamos, cara a cara, sobre lo que sabemos del amor físico, la antesala, la alcoba y el jardín también del verdadero amor, y lo hacemos no respetando las normas que separan a las diferentes castas y estamentos sociales que no permiten, de manera hipócrita, que se mezclen a la vista de los demás. Según parece nuestros conocimientos son escasos, nuestras experiencias muy limitadas, a penas nada, pero las tabletas que Marco pinta, reflejando en buena parte las pláticas que mantenemos en su estudio, son bastante aceptadas y apreciadas, se venden muy bien en los burdeles y en las esquinas de la Suburra. Hay incluso quien colecciona, como yo, esa clase de imágenes en las que se ven pintados toda especie de individuos, humanos y animales, apareándose en parejas o formando una legión abigarrada.

 (1) (Parafraseo libre de “Pandémica y celeste” de Jaime Gil de Biedma),

Gala (2 de 6)



Gala (2 de 6)

El amor siempre es un desconocido ya que no hay maestro que lo enseñe ni sepa nada de su geografía por mucho que haya viajado, amado o haya sido querido. Hay caminos que se transitan y otros que se dibujan, yo paseé con mi esposo por los senderos que ahora le pido a Marco que pinte. Pensé, con los primeros pedidos que le hice, que sería una manera de recordar lo vivido, de repetirlo, de evocarlo de nuevo al convocar las palabras en mi boca, pero la realidad y los caminos han sido muy diferentes, en cada frase los paisajes han cambiado, estando hechos con la misma tierra y los mismos colores se han convertido, paradójicamente, en otros.

Otra ha sido también la manera, los gestos y los actos, pues solamente hemos departido sin consumar nada de lo dicho como si hubiéramos hecho voto de castidad. Hablar, conversar sobre el deseo y el sexo, charlar con naturalidad, cara a cara, sobre coitos y felaciones igual que si habláramos de gimnasia o el buen mantenimiento de una casa, filosofar sobre el dar y el tomar como si fuera lo que es, un acto moral, penetrar por delante o por detrás, por arriba o por abajo, salir o entrar.

Estar o marcharse. Irse o quedarse mirando lo que ya se ha visto una y mil veces antes, siempre lo mismo, el corazón perfumado con algo más que sangre muerta.

El cuerpo es una casa de ventanas altas y estrechas y puertas bajas que te obligan a inclinarlo o a levantarlo poniéndote de puntillas, el cuerpo es un palacio con un ala en ruinas, la que da a poniente o al sur, la que mira al ocaso y al calor.

Marco es un liberto que aprendió el oficio de pintor siendo todavía un esclavo. Cada vez que nos encontramos me habla de Esther, una hebrea que amó y que murió de lepra como si la luna blanca la hubiera tocado con su luz. Sus palabras son una letanía, un lamento y un canto mudo que entona cuando mira callado mis labios hablar, porque escuchar no me escucha demasiado, pero mirar mira todo lo que dejo que mire, que es mucho, y, según parece, creo que ve lo que mira y lo que quiero que vea, mis labios moverse y mi lengua bailar.

Y mis pechos debajo de mi túnica, mi sexo entre mis piernas, mis piernas después de mis nalgas y ellas al finalizar la espalda. A los lados mis brazos que gesticulan y que insinúan abrazos, que levantan jarras y que vierten la leche tomada por la mañana. El cuello y su nuca y mis cabellos peinados en complicadas trenzas que se desatan y caen, esta vez sí, como el agua de las fuentes. Detrás, al fondo, unos ojos negros que se convierten en castaños si los sabes mirar adecuadamente, pardos, oscuros y tostados como el trigo salvaje de los caminos. 

Gala (1 de 6)


Gala (1 de 6)

Me llamo Julia Claudia Gala, soy viuda y estoy enferma, me queda ya poco tiempo de vida, aunque quizás la vida termine para dar paso a otra cosa, a una nueva orilla.

Pero si no me creo lo que veo menos puedo creerme lo que ignoro. Desconfío del mundo como si fuera un personaje dibujado que mira estupefacto al artesano que lo perfila en la pared. Sospecho que todo está en el río y que en cada margen, a lado y lado, hay murallas infranqueables, palacios y mansiones vacías, jardines solitarios y habitaciones sin camas, que los suelos están pavimentados de baldosas de colores que se pierden más allá de las paredes en los que están pintados.

Le he pedido a Marco, mi pintor, que decore mi vieja casa, demasiado austera para una mujer vieja que va a morir. Sólo quiero que pinte esas escenografías arquitectónicas que simulan otras viviendas dentro de las nuestras, pobres y simples. Quiero contemplar una fuente en un patio rebosante de flores que no huelan ni se marchiten, quiero que el sol ilumine sin calentar y que el día dure sin cambios desde la madrugada de hoy a la mañana del día siguiente, sin ver anochecer, quiero descubrir la luna negra, la blanca y la roja, quiero que nada se mueva y ver de nuevo a mi esposo, quieto, callado y ensimismado, mirándome al despertar.

Estuvimos casados diez años y no le di hijos, fue y ha sido el único hombre que ha llenado mi vida, no he querido necesitar a otro fuera de Marco al que le he pedido, durante años, que me pintara, en pequeñas tablas de madera, escenas eróticas y pornográficas. Le contaba que eran para levantar el cuerpo y los ánimos alicaídos de mi esposo bien amado. Marco desconocía mi viudedad y pensaba que era solamente un juego inocente entre unos amantes y cónyuges que se querían. Eso pensaba o eso era yo lo que quería creer que él pudiera pensar. Pero ahora ya no creo que no lo supiera, y que en realidad sí sabía que le mentía y que era viuda y que mi esposo hacía ya muchos años que había fallecido, y que al callarse lo único que pretendía era no ponerme en evidencia al desvelar mi invención infantil, que no quisiera avergonzarme descubriendo algo que ya no tenía ninguna importancia.

Siempre he pensado que al deseo se lo deja libre, insubordinado y travieso, o bien se lo domeña y somete como a un soldado, ambas cosas son malas y perniciosas, pero la primera es mucho peor que la segunda porque es la fuente del mayor autoengaño y la más funesta de las insatisfacciones, no ser nunca uno mismo, buscarse constantemente en un ánfora agujereada, en un casco perforado que zozobra y naufraga, una constante necesidad nunca satisfecha.

Es fácil decir que los caballos salvajes no deben tener dueño ni caballero que los monte y dome, que hay que dejarlos volar en el prado, sin herrar, pero si queremos mover un carro, sacarlo del establo, habrá que ensillar a los pencos y usar el látigo, los hierros y los arneses, porque el amor nace de dentro y lo que está en el interior de uno no mana con facilidad y de manera espontánea, como algunos piensan, igual que la sangre de nuestras venas o el agua de una fuente, todo lo contrario, más bien parece ese carro inmóvil y atascado, lleno de fardos y cachivaches pesados.

divendres, 6 de gener del 2017

Marco (y 8)


Marco. (y 8)

Mi curtidor, al que compro las pieles que pinto, asegura que morimos igual que fornicamos, como conejos asustados, tiene razón, mis clientes me lo demuestran cada día al querer parar el tiempo. Los más ancianos cuentan que la vida transcurre demasiado rápida, aciertan también en ello, pero ignoran que los acontecimientos ocurren deprisa porque todo ha sucedido ya y no volverá a repetirse, el azar es fugaz y escurridizo, no es jamás un cuento vuelto a contar. Solamente podemos pintar el pasado, el presente es invisible y el fututo no se puede recordar. Gala y yo, al hablar, lo hemos convocado y en nuestras palabras se ha encarnado como si hubiéramos construido un ídolo, una casa común, un abrazo.

Gala está enferma, se muere, y quizás por ello me ha pedido, por primera vez, que decore sus habitaciones en las que nunca he estado, que dibuje en ellas alguna escenografía arquitectónica que ensanche su casa ya que no puede ampliar el tiempo que le queda.

Las simulaciones arquitectónicas pintadas decoran un espacio vacío como si fueran el escenario de un teatro griego, como él, ellas también, están elevadas por encima de la línea del suelo y del horizonte gracias a un zócalo que nos hace levantar la mirada. El entablado es una cama y un altar en el que ocurren los acontecimientos y por ello el poder es esencialmente teatro, un drama, trágico o cómico, que representa una recreación en la que no siempre están claras las reglas del juego porque la casualidad, como en la arena del circo, mata a quien le parece y no solamente al que nos disgusta. En el circo y en el anfiteatro la vida transcurre por encima de ese zócalo, más allá de nuestros ojos.

Gala venia y se iba de mi estudio como una ola, pero se marchaba con una tableta pintada debajo del brazo que yo le pintaba y en la que dos parecían fornicar sin demasiados miramientos, es decir, ciegos, aturdidos, que es cómo se debe de yacer si se quiere copular bien y de la forma correcta, mirando sin ver si la que está contigo es una desconocida o tu madre, un pasavolante o tu hijo.

El retrato es silencio y ausencia, es un umbral y como toda pintura una frontera. Los retratos visten a sus fantasmas igual que los sudarios a los muertos, pero ellos no son, como en la vida que llamamos real, ninguna máscara. Todos, tarde o temprano, deberemos atravesar un valle silencioso acompañados de una mujer predispuesta a cortar “lo que salga”, y saber, como dijo Anaxágoras, que los fenómenos son lo visible de las cosas desconocidas.

Algunos han pintado en mansiones secretas los Misterios, esos derechos de paso, esas guías para no perderse y encontrar las estrellas que nos señalan la otra orilla. Mis arquitecturas, en cambio, no llevan a ninguna parte, ni al otro lado ni a nuestra casa, ni son reales ni mentirosas tampoco, en ellas no hay nadie, ni figuras ni animales, ni plantas ni flores, aunque algunas veces pinto, medio escondido al fondo del jardín, algún ciprés.

¿Por qué cerramos los ojos a los cadáveres?, porque la luz proviene de ellos, de los ojos y no del sol ni del fuego, sus rayos son unos puentes entre islas que nos permiten viajar de la misma manera que lo hacen los pájaros y las palabras, las mías y las de Gala que me dice que su esposo la gira de espaldas desnuda y le besa la nuca al levantarle sus cabellos oscuros mientras sus manos le acarician los senos, ella siente su falo clavarse en su espalda, allí donde empiezan las nalgas y buscar ansioso su ano estrecho y angosto, Gala pretende girarse y besarlo, me cuenta que quiere hundir su lengua en su boca, apresar la de él y asirle el miembro con sus manos untadas en aceite, pero su esposo no la deja para que así aumente, y crezca sin fin, su celo de él, ese ardor que quema y no consume. Eso me dice que hace para que yo lo imagine, lo vea y lo pueda pintar para ella.

¿Y qué le hacéis vos a él, le pregunto a mi vez sin pestañear?

Con parsimonia y sin apartar la vista de la mía me lo cuenta también, pero yo, aquí, no lo revelaré pues para ello, quién quisiera saberlo, habría de pagarme lo que le pidiera que es mucho, pero que no es ni menos ni más que lo que me merezco por pintar, con tantos pelos como señales, lo que hay dentro de mí, en la luz de mis ojos y de mi cráneo hueco, y eso, la verdad, no hay rico ni mendigo que lo pueda pagar.

Su encargo de pintura arquitectónica para su casa es una especie de invitación, cuando me presente, con mis bártulos de pintor, encontraré y descubriré lo que ya sé, su soledad irreparable, que es igual que la mía, por eso le regalaré el retrato que le he pintado durante todos estos largos años en una fina y pequeña tabla de madera envuelta en un paño blanco y limpio de lino, así sabrá que ni ella ni yo hemos estado solos desde el día en que nos vimos por primera vez. Nos observarán celosos, desde el Hades, su esposo y mi Esther, y nos pedirán, una vez más, que no los olvidemos.

No lo haremos, pintaré una barca y traspasaremos las columnas de Hércules, nos acompañarán los delfines y, al igual que hacen los guerreros celtas, perseguiremos al sol en busca de unos ojos negros que siempre nos mirarán.

Marco (7 de 8)


Marco. (7 de 8)

Dicen que el mundo no se puede explicar y que la lengua que usamos para describirlo es una invención, una quimera, siempre se habla sobre lo que no existe, se cuenta lo que no sucedió, se pintan los sueños y se describe solamente un universo irreal, por ello Gala y yo repetimos lo mismo, hablamos del sexo de su matrimonio, una simple excusa, algo que sólo vive para nosotros en esa pequeña estancia íntima de mi estudio, un coto vedado, nuestra particular anacoresis común.

Han ido pasando los años, le he pintado decenas de tablas y advierto, de una manera simple y sencilla, que he visto a Gala tan desnuda como la podría haber contemplado si yo hubiera sido su esposo o su amante diario. Ella y yo, aunque no nos conocemos ni nos conoceremos jamás, hemos estado jugando a conocernos hablando de una extraña fontanería que no conduce el agua a ninguna parte como afirmaban, en sus famosos diálogos estoicos, Augustus y Fidelius, padre e hijo, que igualmente conversaban sobre amores no consumados como lo hacemos Gala y yo, platicando solamente.

Hablando de otros hablamos de nosotros, y... Gala me ha estado mintiendo, no me ha contado la verdad, o al menos no de una forma correcta, su esposo murió unos años antes de venir a verme el primer día, y sus dos hijos fallecieron al poco de nacer. Vive sola con unos pocos esclavos viejos.

Conmigo ha construido una sencilla farsa a medias, revivir a su marido en nuestras entrevistas cuando de él sólo queda una máscara mortuoria de cera. Tampoco tuvo ninguna juventud disipada ni le gusta el teatro ni la música especialmente más que lo que gusta a cualquiera, no yace ahora ni lo hizo antes con ninguna mujer ni con ningún esclavo ni amante ocasional. Todo ha sido una simulación para continuar viviendo a su lado gracias a mí.

La única realidad es que sólo ha tenido, y ha conocido, a un hombre en su vida, él, su esposo que la desposó; es cierto también que le fue absolutamente fiel y que siempre lo amó como siempre ha dicho, con ternura y pasión, con dulzura y energía, con absoluta decisión.

Podría parecer, entonces, que sólo habla de oídas, que las fantasías que me pide en mis pinturas las ha escuchado, o visto, en otros, pero no es cierto, sabe bien lo que cuenta y conoce perfectamente y por sí misma cada uno de los detalles que describe mucho mejor que mis putas que no recuerdan ni siquiera una décima parte de la mitad de lo que han hecho con los hombres con los que han estado durante el día.

Así es, Gala es viuda y lo es desde hace mucho, la mujer de un solo hombre; su esposo murió en las guerras de los emperadores hispanos y ella lo añora y lo revive conmigo en mis dibujos, lo sé desde casi el principio y ella sabe que lo sé, su amor y su devoción la traicionaron, y sus palabras la delataron, en ellas encontré la verdad.

Yo, Marco, sólo soy un pretexto, un instrumento, su mejor espejo, y no me importa, ¡qué más da!, yo también tengo a mi cocinera, a mi Esther, a la única mujer de mi vida y a la que siempre he sido fiel igualmente como ella, a mi niña que recuerdo cada día y cada noche de cada día sin olvidarme de ninguna.

Gala y yo no nos hemos tocado ni rozado nunca, hemos, en cambio, conversado y nos hemos contemplado en mis tabletas de madera que he pintado y de las que emergen unas imágenes que hacen realidad nuestros pensamientos igual que si un dios, al apiadarse de nosotros, abriera una ventana para juzgar nuestros corazones, simples manzanas de un jardín secreto, verdes y maduras, que habremos de comer como caníbales para poder sobrevivir.

Noli me tangere”, dicen que le dijo Jesús a Magdalena cuando le vio resucitado, no soy el que era, no debes ni puedes tocarme.

Durante este largo tiempo he ido dibujando en secreto su retrato, su bello rostro de ojos almendrados y de sonrisa esbozada que da a entrever que sabe aquello que ha de saber y que es únicamente lo que de nosotros depende. A ese deber nos hemos sometido los dos porque siempre hemos sabido que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza, ella patricia y yo liberto hemos sido como dos hermanos o dos hermanastros, los tratos siempre justos y creo que, a pesar del teatro que nos hemos ofrecido, jamás nos hemos mentido.

dijous, 5 de gener del 2017

Marco. (6 de 8)



Marco. (6 de 8)

Entre palabra y palabra se desgrana nuestra conversación, ese diálogo tranquilo y tan estimulante como lo es hablar de lo que ya se sabe con alguien desconocido, una relación de cliente a orfebre que casi es una metáfora; entre ambos se establece una analogía mientras la escucho, pinto, dibujo y coloreo lo que me dice procurando ser el mejor alumno de un aula en la que sólo estamos ella y yo.

A veces sus pesos y medidas, sus palancas y sus apoyos me recuerdan a los de un arquitecto o a las de un fino ingeniero, pero en otras ocasiones creo estar entre las cucharas y las ollas de una cocinera voluptuosa que sonriendo da a probar a su comensal una muestra de la mejor sopa de pescado.

En ocasiones incluso señala su propio cuerpo resaltando con sus manos sus volúmenes y me manifiesta la falta de arrugas y verrugas, y en una ocasión me mostró, incluso, su sexo abierto únicamente para que lo viera y lo pudiera oler y así dibujar mejor, igual que si fuera, decía, las flores de Venus, el origen del mundo, allá donde su marido quiere regresar cuando muera porque cuenta que antes del feto hubo un coito, el de sus padres queridos que ya han fallecido y que, como todos, copularon como cualquiera.

No poda esa flor, la deja crecer y reverberar, no se depila ese centro del universo como la mayoría, en eso su señor es anticuado y prefiere la exhuberancia de los impenetrables y profundos bosques germanos, llenos de pinos y castaños, que los desiertos de los caldeos más llenos de pozos secos que de oasis húmedos y fragantes.

Le gusta que la mujer se pose encima, y asegura, sin atisbo de duda, que ellas cabalgan mejor al no tener nada que les cuelgue entre las piernas. No le digo que no, respondo, pero las ubres bailan si no se las aprisiona, sueltas pueden desequilibrar la estaca más tiesa. Me dice que sí riéndose, que los pechos sueltos de una mujer, bailando como peonzas, desequilibran al más pintado, parsimonioso y desapasionado. Pero también prefiere la postura del perro y entrar y salir de dentro de cualquier agujero aunque sea la famosa cueva de los vientos y ella misma la parte masculina y su esposo una pobrecita virgen asustada. 


En esa clase de disertaciones y diálogos se desarrolla nuestra relación artística y pornógrafa en la que trato siempre de satisfacer a la señora usando solamente la plática y la maestría de mi corta lengua hablada y mis pobres manos que exclusivamente retienen, entre su índice y su pulgar, un sencillo pincel o, también, un tosco y grueso carbón negro, más negro que el negro que se pueda pintar o imaginar en esas entrepiernas que escupen rayos, truenos y el fuego de más de mil vesubios, calderas y fogones. 

dimecres, 4 de gener del 2017

Marco. (5 de 8)



Marco. (5 de 8)

Gala es muy escrupulosa en los detalles gráficos e iconográficos que constituyen el ensueño pornográfico que me solicita que pinte, una simulación, naturalmente, un invento, una representación exagerada de sucesos que creemos observar en los demás o en otras pinturas que hemos visto, una mera y sencilla mimesis convencional pues deseamos solamente los deseos de los otros, fornicamos viendo cómo lo hacen aquellos que lo hicieron antes que nosotros en el teatro o encima de la mesa del triclinium, los coitos reales son siempre normalmente banales, rápidos, sin imaginación ni demasiado interés ni estético ni escenográfico fuera del mérito o el vicio de abrir algún que otro cuarto trastero.

Acude con ganas a mi estudio privado y en él tenemos, y tejemos, unas conversaciones largas, amenas y muy interesantes sobre gestos y ademanes, posturas y miradas insinuantes; ella siempre dice que le hubiera gustado ser una hetaira, una obra de arte en movimiento y éxtasis, una dama especial, bella, culta y elegante para hombres únicos, excelentes, inolvidables, esa clase de seres que saben, y lo saben bien, que solamente tienen la vida que perder.

En realidad pinto a su dictado las cosas que me sugiere que son muchas y que yo, de manera educada y atenta, también le propongo. No es remilgada y no distingue la convención y el prejuicio entre el dar y el tomar, y la diferencia sexual y moral que existe entre el amo y el sometido, y sí, en cambio, la social, gracias a la cuál, me dice, perdura el orden del Imperio y de las castas.

Siempre me pide que las mujeres que pinto, y en contra de lo habitual, muestren debida y deliberadamente los pechos al aire como si fueran sábanas que se deban aventar, no le gustan las fajas que las buenas costumbres les obligan a llevar aprisionándolos y sometiéndolos.

Es muy incisiva en las expresiones de los rostros en el momento del orgasmo y en el retraimiento que luego acontece, piensa que en ese rictus doloroso, y un poco bobo, se encuentra algún secreto que desearía desvelar y encontrar. Me pregunta si yo sé algo sobre ello y le respondo, con cara de inocencia, que no, que lo ignoro, que no tengo ni idea, que desconozco esos escondites lascivos del alma, pero que como pintor sí le puedo contar las mil historias que me describen las putas que venden mis dibujos, y que como hombre pienso que todo es mentira y que todos cuentan más de lo que saben y desconocen, y descaradamente el doble de lo que han visto. No quiero parecer delante de ella más sabio ni tampoco más ignorante de lo que soy, así que como siempre es mejor que las palabras no empeoren los silencios me callo y escucho.

Hay ocasiones en que la acompañan unos esclavos que sin mucho arte me ofrece como modelos y que practican unas cópulas raras y malabares de puros gimnastas, yo prefiero sus palabras, pero parece toda una maestra en morfología erótica y en geografía carnal y sensual, me recuerda a los médicos y embalsamadores egipcios que se han hecho famosos en Roma, sus lecciones de anatomía están muy concurridas por la población, son todo un espectáculo que compite con el del circo y bien merecería que alguien las pintara algún día en honor al detalle y al conjunto teatral que representan con los intestinos al aire y el gremio de galenos a su alrededor.


Siempre quiere que los penes estén bien pintados y bien colocados, las vulvas perfectamente perfiladas y en su sitio correspondiente, y que las felaciones no dejen lugar a dudas de lo que son,  pues es una destreza que agrada mucho a su esposo y que ella, afirma también, practica con entusiasmo y pasión sin permitir que ni una gota del preciado semen se pierda o caiga al suelo. Yo le respondo que hace bien y le pregunto, sólo para pintar adecuadamente las expresiones de los rostros, si mientras tiene el miembro dentro de su boca la lengua la deja quieta o la mueve como las alas de un moscardón que recuerden el temblor y la vibración de las cuerdas de una lira. Me responde que así lo hace al final, que la suya vibra igual que la lengüeta de una flauta, pero que empieza solamente soplando como si de una buccina se tratara, pero que, sin duda, suena mejor, más fina y más profunda, cuando no se olvida de acariciar los testículos de su esposo que ya no deben de colgar como badajos inertes y mudos sino pegados al culo, y parecerse más a los huevos duros de codorniz que a los de gallina.

dimarts, 3 de gener del 2017

Marco (4 de 8)


Marco. (4 de 8)

Gala es una patricia de mediana edad y mi mejor clienta. Casada y con dos hijos, se enaltece de la virtud que en otros tiempos revistió a su clase y que, según ella, engrandeció a Roma llevándola a dominar el mundo.

Está muy orgullosa del amor y de la devoción que siente por su esposo al que le proporciona esas pinturas mías de amores casi prohibidos entre humanos como si fueran entre animales. Su vida transcurre tranquila, viven ambos una existencia retirada y medio solitaria en el campo en una pequeña hacienda austera y sin adornos; a sus años no le gustan las multitudes ni los banquetes, detesta las relaciones sociales que exigen a todos ser educados y amables sin desearlo, un esfuerzo por el que ya no se siente obligada y que rehúsa siempre que puede.

Cuenta que tuvo una juventud algo desordenada que recuerda con una mezcla de excitación y nostalgia, una época lejana que, en el fondo, añora. Unos años demasiado llenos de bullicio y de esos invitados que en las fiestas comen demasiado, de amigos y de familia, de desconocidos y de pasavolantes, de actores y profesionales de la escena y de las artes, o de cualquier otra cosa que sirviera para dar espectáculo y servir de modelo a los demás. El más pintado aseguraba ser un flautista, un bailarín y el mejor amante del mundo o la más bella muñeca para usar y romper, un recuerdo de ayer. Músicos y saltimbanquis, acróbatas y engañabobos, iluminadores de cárceles y de estancias oscuras con fogatas que terminaban incendiando castillos de arena que habían creído estar construidos con roca compacta.

Pero después de las risas siempre vienen los llantos, el resultado es irremediablemente feo, zafio y antiestético, pero, lo reconoce Gala también, extrañamente seductor y atractivo, el regusto es amargo como el vinagre o la cerveza caliente que emborracha a pesar de su mal sabor.

Como describió Petronio en su Sutura, dentro de los cerdos asados algunos necesitan encontrar palomas vivas, efebos lujuriosos y vírgenes listas para desflorar.

Luego, es inevitable, hay que limpiar, tirar la basura y la porquería y comportarse con los demás como si nada hubiera ocurrido, que el recuerdo no nos estropee el presente, y aunque la primera labor la realicen los esclavos, la segunda solamente es cosa nuestra.

No se puede vivir permanentemente como si fuera el último día de nuestra vida, solamente es posible hacerlo si realmente lo es: el último día de nuestra vida. Sin embargo, cada uno se dice adiós a sí mismo de diferentes maneras, algunos buscan que el ruido les impida pensar, otros, en cambio, prefieren el silencio y ver llegar tranquilos el sol que los matará.

El amanecer es más asesino que la misma muerte.

Pero eso ocurrió en su juventud, ahora, afirma rotunda, es una mujer fiel y tranquila, considera que las relaciones lésbicas que dice que practica, de vez en cuando, no cuentan como faltas ni engaños ni mucho menos tampoco como actos adúlteros; por ser entre mujeres piensa que no van más allá de un simple juego inocente, casi infantil, y que en ellos no hay traición ni deslealtad.